El
arte egipcio estaba muy relacionado con la creencia en el más allá: el alma del difunto (ka)
debía volver al cuerpo en el momento de la resurrección. Por ello, la muerte
era un tránsito que se acompañaba con un complejo ritual y la momificación. Los
faraones y los poderosos se hicieron construir lujosos sarcófagos y
monumentales sepulcros. De igual manera se entienden las numerosas
inscripciones y pinturas que decoraban estas grandes cámaras funerarias.
Los
egipcios adoraban a muchos dioses, es decir eran politeístas. Los más
importantes eran, Ra (dios del Sol), Osiris (dios de la resurrección,
representado como una momia, e hijo de Ra), Iris (madre de los dioses, hermana
y esposa de Osiris y representante del trono celeste), Hathor (diosa celeste,
representada por una vaca), Horus (el rey de los dioses, representado por un halcón),
Anubis (con cabeza de chacal), Amón (el oculto, identificado como Ra)…
Los
dioses se reencarnaban en las estatuas y habitaban en los templos, de los que
se encargaban los sacerdotes.
El
faraón dios se identificaba con Horus durante la vida y con Osiris en el
momento de la muerte, por lo que se creía en su resurrección siempre que
pudiera disponer de su cuerpo. Por ello se embalsamaba el cuerpo del faraón
difunto, para conservarlos incorrupto. Esta segura vida era material y estaba
ligada a las necesidades terrenales, de ahí que se ofreciera pan y cerveza al
difunto, entre otras cosas. Durante su vida, el faraón preparaba su morada
eterna de piedra para asegurar su pervivencia, y allí depositaba el ajuar
funerario que debía proporcionarle la comodidad necesaria en el más allá.
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